sábado, 14 de mayo de 2011

Un puñado de plazas y una Plaza

Peñaranda cuenta con un puñado de plazas diseminadas por la localidad. Todas disponen de un nombre y a él recurrimos siempre para nombrarlas. Pero hay una plaza que lo es por antonomasia, que no es necesario apelar a su nombre propio para saber  que nos referimos a ella. O, al menos, eso era lo que nos sucedía a los chicos de hace unas cuantas décadas. La plaza de España era  la Plaza.
     Mientras las demás plazas parecían propiedad privada de sus vecinos y raramente se veía jugar en ellas a muchachos de otras calles, la Plaza acogía sin exclusión a todos, viviésemos bajo sus soportales o en las afueras del pueblo. Con la particularidad de que aquello que se ubicaba en la Plaza y lo que en ella acontecía trascendía, como por un descuido, a toda la población y especialmente a los niños. Sucedía como con esas olas de un lago que sin causa aparente restallan de improviso una, dos, tres, cuatro veces contra las rocas sin relacionarlas con la lancha que vimos pasar a lo lejos un ratito antes.
     Las imágenes del quiosco de la Mariana, los puestos de “la Trini” y “la Candonga”, la del blanco carrito de polos y helados de Ferry, los futbolines y los tebeos de “Casa Sinforoso” revolotean alegres en mi cabeza como mariposas repletas de entrañables recuerdos. Estos lugares hubieran sido, en sí mismos, suficiente reclamo para los chavales. Pero la Plaza resultaba también un indicador obligado para los juegos infantiles. Ella marcaba, no se sabe cómo, cada una de las temporadas de los mismos, las cuales iban sucediéndose hasta recorrer todos y cada uno de los juegos, como si el propio lugar velase para que ninguno nos resultara tedioso.
     Inesperadamente aparecían sobre la tierra de la Plaza grupitos de chavales jugando a la peonza. De forma automática, mimética, en los demás barrios podíamos contemplar a algún chico a punto de arrojar su  pico lanza sobre un puñado de peones agrupados, como acobardados, en el centro del círculo trazado en el suelo. A las pocas semanas, los muchachos de la Plaza lanzaban sus clavos a la tierra blanda y húmeda, y aquellas acciones se reflejaban sobre el firme del resto de plazuelas y descampados. Todo se transformaba en  círculos saturados de particiones, de hendiduras provocadas por clavos, limas y demás objetos puntiagudos usados en el juego. Cuando parecía que éste era el juego de moda en el pueblo, como por arte de magia, los chicos que jugueteaban en la Plaza comenzaban otro.
     De pronto, veías a los muchachos  de todas las barriadas arrastrarse por el suelo y, deslizando las manos extendidas sobre la arena, construir carreteras plagadas de hoyos, pendientes y revueltas, que eran las dificultades que precisarían salvar los platillos  en aquellas apasionantes carreras de las chapas. Me acuerdo como si fuera ahora con que afán elaboraba los platillos que llamábamos hechos. Se trataba de sustituir el corcho que llevaban los tapones de los refrescos por la foto de algún ciclista famoso, como  los Coppi, Bobet, Bahamontes, Lángara, Anquetil; colocar encima un cristal, que había que  redondear de forma precisa; y fijar éste a la chapa con masilla o con jabón humedecido. El valor que cobraban entonces las chapas era mayor, y podía acrecentarse más aún si éstas procedían de las botellitas de Cinzano o de Martini.
     Más tarde, los chicos que jugaban en la plaza, en lugar de los platillos sacaban de los bolsillos canicas de barro cocido y canicones de piedra, de cristal o de acero. Desde ese momento, el gua parecía ser el único divertimiento en todas las plazuelas; y en ellas  se prodigaban muchachos agachados, adoptando las posturas y los apoyos que más conviniesen para garantizar sus tiros, o las más cómodos para medir las distancias reglamentarias en cuartas. ¡Qué destreza la de algunos para golpear con su canica a la del contrario, por muy alejada que se encontrara!, ¡qué puntería para alcanzar con precisión la cama de arena que llenaba el gua!
     Y, así, sucedía con los santos, los cromos…
     En la Plaza no había un día que no se jugara. En el resto de los barrios, como por simpatía, tampoco. Esa era la razón por la que nos atrajera tanto la calle entonces, el juego de turno era el principal estimulo a frecuentarla en cuanto se presentaba la ocasión. Los chavales disponíamos siempre de algún juego con el que entretenernos en todas las épocas del año, y a ello nos dedicábamos con entusiasmo. Por eso mis bolsillos aparecían a menudo abultados, repletos de objetos del juego de moda.
     Pero, ¿existe alguna manera mejor de que los niños ocupen su tiempo?, ¿se conoce otro método preferible al lúdico para su desarrollo?

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