viernes, 20 de mayo de 2011

Unas vacaciones con premio


*Foto aportada por Miguel Alfayate Martín en la página "Peñaranda de Bracamonte, fotos antiguas".
 

De niño  deseaba que el tiempo pasara veloz para que las vacaciones llegaran cuanto antes y con ellas sus celebraciones. En el caso de las Navidades y Semana Santa, vacación y festividad se acoplaban por tener similar duración. Pero las vacaciones de verano eran las más esperadas. Estas ofrecían, después de nueve larguísimos meses de clase, un montón de días y horas, sin apenas obligaciones, para llenarlo de juegos y aventuras. Además, estas  vacaciones culminaban con un regalo: antes de que concluyeran nos esperaban las ferias y fiestas del pueblo.
     ¡Con qué emoción e inquietud vivía los días previos a aquellas fiestas! Los lugares en los que habitualmente transcurrían nuestros juegos durante el resto del verano los desplazábamos a donde se establecería el recinto ferial. Especulábamos con el número de atracciones que aquel año se asentarían allí y que con toda seguridad superaría el de los anteriores. Con los demás críos seguía atento cómo se iban montando todos los puestos participantes: las barcas, los tira pichones, los caballitos, las tómbolas, los tenderetes de chucherías y juguetes.

   Un día todo aquel tinglado se ponía en funcionamiento. El bullicio y las luces de la feria me reclamaban de un modo insoslayable. Como la mayoría de los chiquillos deambulaba  agitado de un lugar a otro, la mayor parte del tiempo mirando, curioso y con algo de envidia, cómo algunos privilegiados disfrutaban de la oferta de determinados puestos. Sólo en alguna ocasión participé de las atracciones, pues el dinero del que disponía para gastar era  escaso  y prefería destinarlo en objetivos más sustanciosos.
     Y mientras tanto, las barcas subían y bajaban impelidas por la destreza, por la fuerza del usuario de turno, hasta que el tablón del freno se elevara lo suficiente para poner fin a su vaivén. Los balines de las escopetas del tira pichón emitían, reiterativos, los “tac”, “tac”, al golpear la chapa repleta de muescas que rodeaban los blancos. A veces los disparos eran certeros, y se premiaba entonces al tirador con una enorme bola de anís, con cigarrillos, con una copita de licor, o con cualquier otro estimable regalo. Los tiovivos no paraban de girar y girar divirtiendo a los niños y niñas que, subidos sobre caballitos, coches, aviones o bicicletas diminutos  colmaban de orgullo a los padres y  a los abuelos que les seguían arrobados. En la tómbola se anunciaba ¡otro premio!, que era el señuelo que animaba a los concurrentes a comprar una nueva tanda de boletos, asegurando que ¡siempre toca, señoras y señores!, mientras se adjudicaba al agraciado un enorme y colorido cayado de caramelo. Y durante todo el tiempo, en los tenderetes de regalos y golosinas, el éxito de ventas recaía en los pirulís forrados con cucuruchos de galleta y las manzanas recubiertas de rojo caramelo.


     Al cabo de poco, todo terminaba. De un día para otro, todos los puestos habían desaparecido de las plazas, y éstas recobraban sus dimensiones habituales. Los forasteros regresaban a sus lugares de residencia, los adultos del pueblo volvían a sus trabajos… De pronto, parecía que se hubiera hecho el silencio, y aquella repentina situación nos dejaba descolocados a todos los niños. Parecía  incluso  que aquella repentina soledad refrescara las tardes y hubiera que engañarla  recurriendo a  los jerséis con tufillo a naftalina.
     Esa sensación de término anunciaba que el verano tocaba a su fin y que el nuevo periodo escolar estaba próximo.

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