martes, 12 de abril de 2011

El Reguero



La charca del Reguero. La era del Reguero. El Reguero era la referencia de toda aquella zona. Así llamábamos a un lavadero público que se encontraba a la salida de Peñaranda, a la derecha de la carretera de Madrid, antes de alcanzar la fábrica Olivera. Lo ocupaba un espacio que recorría un reguerillo procedente de la charca. Apenas un esbozo, salvaba el obstáculo de la carretera por debajo de un puente, y se introducía en el asilo, para continuar quizá contribuyendo al nacimiento de un río: ¿el Guareña? 
     El lavadero lo constituían tres pilas que asemejaban piscinas. Dos de ellas, las que ocupaban la parte más baja del lugar, aparecían contiguas. Se utilizaban para el lavado de la ropa sucia. Por encima de éstas, en una terraza más elevada, se encontraba la tercera pila, donde las mujeres aclaraban la ropa. De una de sus paredes, y a través de la alcachofa del caño, fluían continuamente unos hilillos de agua. Los tres vasos estaban rematados con placas de granito  inclinadas hacia el interior para facilitar la manipulación de las prendas: meterlas y sacarlas del agua, enjabonarlas, restregarlas y escurrirlas.
     A un lado y otro del regato, además de algunos árboles, crecían generosamente hierbas y zarzales que la ropa recién lavada cubría en los días soleados.
     Acudía muy a menudo al Reguero. A veces,  por obligación, pues debía ayudar a mi madre a trasladar el barreño o los calderos repletos de ropa todavía húmeda. Otras, a refrescarme, a calmar la sed provocada por la disputa de aquellos interminables partidos de fútbol en la vecina era. Todavía percibo el olor inconfundible del jabón casero que empleaban las lavanderas impregnándolo todo. Recuerdo como en una fotografía el aspecto de aquel enclave: las posturas de las mujeres en un trajín continuo, su parloteo sin fin; alguna discusión, alguna pelea; el contraste de las blancas sábanas y el verde entorno. En el aire, el silbo de los pájaros lo aderezaba todo.
      Pero  me acuerdo también de mi madre de regreso a casa cargando con la colada sobre la cabeza. El esfuerzo le congestionaba el rostro, las manos rojas y encallecidas. Advertía su angustia por las tareas que restaban por hacerse en el hogar, y, sobre todo, por el estado del cocido que había dejado en la lumbre antes de marchar al Reguero. Nerviosa porque la mesa estuviese dispuesta cuando mi padre llegara del trabajo. No podía consentirse que el hombre debiera esperar,  pues paraba una hora escasa para comer antes de incorporarse de nuevo al tajo.

 

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