miércoles, 27 de abril de 2011

Donde se explica el origen de mi afición a los toros




 
A Jero y su hijo Manolo  les que tengo especial cariño. Durante muchos años fuimos vecinos en la calle San Luis. Esta foto al lado de un torero y en el patio de cuadrillas de "La Florida" podría servir para definir uno de los aspectos de su vida que tanto les caracterizó a ambos. Los dos tuvieron vocación de torero, y aunque ésta no culminó en ninguno, vivieron con esa estampa tan característica de los maestros.
     Al padre le sitúo en su barbería, en la que trabajé un verano como mozo y recadero. Se sumergía en la lectura de "El Ruedo", revista que comentaba los sucesos taurinos de la semana y que clasificaba a los toreros por el número de corridas y por los trofeos conseguidos.
     El recuerdo que guardo del hijo es más entrañable. Durante algunos años fuimos muy amigos. Una serie de circunstancias y coincidencias propiciaron esa amistad: la vecindad, ambos teníamos la misma edad, coincidimos como compañeros en la escuela, éramos de los pocos chicos del barrio que acudimos después al Instituto, y el gusto por el mundillo taurino.
     La afición a los toros le venía a Manolito de familia. Su padre era un gran entendido en asuntos taurinos, su barbaría se convertía a diario en una tertulia de todo lo que se relacionase con el toreo e, incluso, de joven llegó a vestirse de corto para hacer el paseíllo alguna tarde como novillero. Pero la cosa no pudo ser y no llegó a más. Sin embargo, la afición y las maneras que apuntaba el hijo resultaban más prometedoras. En aquella época siempre buscaba y encontraba la ocasión para divertirnos jugando a lo que él más le apetecía: los toros. Y en esa propensión taurina me arrastraba. Por esa veleidad tan propia de los niños, modifiqué durante un tiempo mis sueños anteriores por el de ser figura del toreo. Es cierto que, en las primeras corridas simuladas en el barrio, yo le acompañaba desempeñando  funciones secundarias: morlaco,  matador de toros, picador, banderillero y hasta mozo de espadas. Era comprensible. El entendido era él; y, lo que era más importante, los trastos que utilizábamos como capas, muletas, banderillas, estoques y la carretilla con dos astas con la que simulábamos un toro, eran de su propiedad. Poco a poco, fui alcanzando  el título de maestro, y pude disfrutar de esa condición en el resto de las corridas lidiadas.
     Ya nos podéis imaginar en la calle, a la puerta de nuestras casas, celebrando una corrida de toros. Los bichos, negros zaínos, astifinos, bravos, poniéndonoslo siempre difícil; pero nosotros sin perderlos nunca la cara, nos arrimábamos valientes y llevábamos a cabo personalmente todas las suertes. Salíamos airosos de todos los encuentros con los astados, nos arriesgábamos si era preciso en sus terrenos, cobrando estocadas en todo lo alto como mandan los cánones y logrando de esta manera que los toros cayeran sin puntilla... Entonces, toda la plaza se llenaba de pañuelos blancos, y una vez en nuestras manos los máximos trofeos, dábamos la vuelta al ruedo entre imaginarios aplausos de los espectadores en pie, recibiendo los objetos con que nos obsequiaban desde las gradas, en especial aquellos ramos de flores que las chicas más guapas nos lanzaban, rendidas ante nuestra valentía y nuestra apostura… Pero lo que más nos animó fue lo que un señor, al que considerábamos un entendido en este mundillo, comentó después de ver una de nuestras actuaciones: ¡Estos chicos apuntan maneras!
    Amigos Jero y Manolo, ¡va por vosotros!

1 comentario:

  1. Jajajajajajajajaja, ¡nunca nos habías contado esto, ni siquiera que trabajases en esa barbería en verano! ¡Qué bueno! ¡Y lo poco que me gustan a mi los toros!

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