A pesar del
paso del tiempo y de los cambios profundos en mis creencias religiosas, a este
sacerdote, a este hombre le recuerdo a menudo y con la misma admiración de
siempre.
Tuve la gran suerte de acompañarle en muchos actos, en muchas entrevistas con
personas del pueblo de distinta índole; fui testigo de la toma de muchas
decisiones que protagonizó; de su ternura y de sus enfados, de su humanidad, su
alegría, y su dolor, especialmente cuando la enfermedad que le vino a visitar
le mostraba su peor cara... Puedo considerarle, junto con mi padre, un buen
maestro, un extraordinario ejemplo para mí. Muchos de los recuerdos de mis 15 o
16 primeros años de vida se entrecruzan con la imagen de este personaje
irrepetible. ¡Qué este testimonio sirva de humilde homenaje para él!
Contaría situaciones protagonizadas por
este hombre que, provocarían, seguramente, la admiración de muchos. He aquí la muestra:
Una noche, acompañé a D. Agustín al
domicilio de una familia muy humilde y numerosa situada al final de la calle
Santa Apolonia. El sacerdote llevaba el Viático para el padre de aquella gente,
un hombre que yo recordaba rudo, grandón, ataviado siempre con prendas de pana
raídas y lustrosas. Le conocía, pero jamás le había visto por la iglesia.
Cuando entramos en aquel habitáculo apenas iluminado, el hombre postrado en una
cama, al ver a D. Agustín y lo que portaba, exclamó:
-¡A éste me agarro yo y me voy en paz pal otro mundo!
La fe que demostró ese hombre provocó en el sacerdote tal impresión que no pudo contener las lágrimas, lágrimas que acerté a ver correr por su cara, todavía, a la salida de aquella casa.
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