domingo, 10 de abril de 2011

Don Agustín, buen sacerdote, mejor hombre

 
A pesar del paso del tiempo y de los cambios profundos en mis creencias religiosas, a este sacerdote, a este hombre le recuerdo a menudo y con la misma admiración de siempre.  
    Tuve la gran suerte de acompañarle en muchos actos, en muchas entrevistas con personas del pueblo de distinta índole; fui testigo de la toma de muchas decisiones que protagonizó; de su ternura y de sus enfados, de su humanidad, su alegría, y su dolor, especialmente cuando la enfermedad que le vino a visitar le mostraba su peor cara... Puedo considerarle, junto con mi padre, un buen maestro, un extraordinario ejemplo para mí. Muchos de los recuerdos de mis 15 o 16 primeros años de vida se entrecruzan con la imagen de este personaje irrepetible. ¡Qué este testimonio sirva de humilde homenaje para él!
     Contaría situaciones protagonizadas por este hombre que, provocarían, seguramente, la admiración de muchos. He aquí la muestra:

     Una noche, acompañé a D. Agustín al domicilio de una familia muy humilde y numerosa situada al final de la calle Santa Apolonia. El sacerdote llevaba el Viático para el padre de aquella gente, un hombre que yo recordaba rudo, grandón, ataviado siempre con prendas de pana raídas y lustrosas. Le conocía, pero jamás le había visto por la iglesia. Cuando entramos en aquel habitáculo apenas iluminado, el hombre postrado en una cama, al ver a D. Agustín y lo que portaba, exclamó:
     -¡A éste me agarro yo y me voy en paz  pal  otro mundo!

    
     La fe que demostró ese hombre provocó en el sacerdote tal impresión que no pudo contener las lágrimas, lágrimas que acerté a ver correr por su cara, todavía, a la salida de aquella casa.

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