domingo, 24 de abril de 2011

De procesiones, una muy particular






La Semana Santa me afectaba de modo singular y siempre la vivía intensamente. Era un tiempo ininterrumpido de cultos, desde el Viernes de Dolores hasta el Domingo de Resurrección. A diario había una o varias procesiones y se celebraban oficios religiosos. Toda esta parafernalia  me fascinaba, y el fervor religioso de la época me sumía en una especie de éxtasis.
     Por entonces surgieron las cofradías. Todos ansiábamos pertenecer a alguna de ellas. El número de cofrades se multiplicó en pocos años y provocó que los desfiles procesionales se estirasen cada vez más, al igual que mi admiración por ellos.
     Mi  cofradía predilecta era la de la Vera Cruz. Aparecía asociada a la ermita de San Luis y a dos imágenes que pertenecían a este templo: el Santo Cristo de la Agonía, al que acompañaban dos espléndidas tallas de los ladrones del Gólgota durante la procesión del Santo Entierro; y Nuestra Señora de la Piedad. Ésta me fascinaba sobremanera, y continúa impresionándome todavía hoy. Aunque todo el paso me arrebataba, cuando estaba delante de él, no podía apartar los ojos del bello rostro de la madre, transido de dolor, de aflicción por el hijo que, exánime, yacía recostado con la cabeza y los hombros sobre su regazo.
     Me hubiese complacido ser uno de aquellos cofrades que acompañaban a estas imágenes. Recuerdo el color azul celeste de las túnicas, ceñidas al cuerpo por cíngulos violáceos repletos de nudos; los capirotes, con una cruz morada bordada a la altura del pecho; y las capas de blanco satén, con el emblema de la Hermandad de Cofradías adherido debajo del hombro izquierdo. No pudo ser. Hube de conformarme con el  vestido de monaguillo, y  recorrer solícito las filas de los cofrades, alentando las velas de sus faroles o reponiendo aquellas que se consumían.
     La Semana Santa concluía y un aroma de añoranza me acompañaba un tiempo. Nostalgia de capuchones, cornetas y tambores que me empujaba a recrear las procesiones en el barrio con mis vecinitos. Un portaestandarte encabezaba cada desfile, en cuya enseña resaltaban los trazos de una gran cruz azul. A unos pasos, caminaba yo, sujetando  la cruz que había construido con dos maderos de mi corral, de la que colgaba un retal blanco que simulaba un sudario. Y detrás, formando dos filas, marchaba el resto de chiquillos, algunos con muy pocos años. Procesionábamos muy serios, imaginando la cadencia que la banda de tambores y cornetas nos marcaba, y cuyo soniquete canturreábamos entre todos.
    Y como les sucede a todos los niños, mi interés por este juego mermaba después de unos días y otros ocupaban pronto mi atención y mi afán insaciable de recreo, de diversión.







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